Estas fotografías, estas figuras de trágica grandeza, ¿han sido talladas en piedra o madera por un escultor desesperado? ¿Ese escultor es el fotógrafo? ¿O Dios, o el diablo, o la terrestre realidad?
Lo cierto es que resulta difícil mirar estas figuras impunemente. No me imagino que nadie pueda encogerse de hombros, volver la cabeza y alejarse silbando, ciego y ajeno, como si nada.
El hambre se parece al hombre que el hambre mata. El hombre se parece al árbol que el hombre mata. Los árboles tienen brazos y las personas, ramas. Cuerpos escuálidos, resecos: árboles hechos de huesos y gentes hechas de nudos y raíces que se retuercen al sol. Ni los árboles ni las personas tienen edad. Todos han nacido hace miles de años, quién sabe cuántos, y están de pie, inexplicablemente de pie, bajo el cielo que los desampara.
3
Está el mundo tan triste que hasta el arcoiris sale en blanco y negro, y tan feo está que vuelan de espaldas los buitres que persiguen a los moribundos. Alguien canta, en México:
Se va la vida por el agujero, como la mugre en el lavadero.
Y alguien dice, en Colombia: —El costo de la vida sube y sube y el valor de la vida baja y baja.
Pero la luz es un secreto de la basura, y las fotos de Salgado nos cuentan ese secreto.
Cuando la imagen emerge de las aguas del revelador y la luz se fija en sombra para siempre, hay un instante único que se desprende del tiempo y se convierte en siempre. Estas fotos sobrevivirán a sus protagonistas, y a su autor, para dar testimonio de la desnuda verdad del mundo y de su escondido fulgor. La cámara de Salgado se mueve en la violenta oscuridad, buscando luz, cazando luz. ¿Cae del cielo la luz, o sube desde nosotros? En las fotos, ese instante de luz atrapada, ese destello, nos revela lo que no se ve, o lo que se ve pero no se nota: una presencia inadvertida, una poderosa ausencia. Ella nos avisa que el dolor de vivir y la tragedia de morir esconden, adentro, una magia poderosa, un luminoso misterio que redime la aventura humana en el mundo.
4
La boca, todavía no muerta, prendida al pico de una jarra. La jarra, blanca, fulgurante, es una teta.
El cuello de este niño, este hombre, este viejo, yace sobre la mano de alguien. El cuello, todavía no muerto pero ya abandonado, no soporta el peso de la cabeza.
Las fotografías de Salgado ofrecen un múltiple retrato del dolor humano. Al mismo tiempo, nos invitan a celebrar la humana dignidad. Son de una franqueza brutal estas imágenes del hambre y la pena, y sin embargo tienen respeto y pudor. Nada que ver con el turismo de la miseria: estos trabajos no violan el alma humana, sino que la penetran para revelarla. A veces Salgado muestra esqueletos, casi cadáveres, y la dignidad es lo único que les queda. Han sido despojados de todo, pero tienen dignidad. Ahí está la fuente de su inexplicable belleza. Éstos no son macabros, obscenos exhibicionismos de la miseria. Aquí hay poesía del horror, porque hay sentido del honor.
Una vez me contaron, en Andalucía, que un pescador muy pobre andaba ofreciendo mariscos en una canasta. Ese pescador muy pobre se negó a vender sus mariscos a un señorito que quiso comprarlos todos. El señorito iba a pagar lo que el pescador pidiera, pero el pescador se negó a vender sus mariscos al señorito, por la simple razón de que el señorito no le gustó. Y simplemente dijo:
—En mi hambre, mando yo.
Hay un perrito echado sobre la tamba de su amigo. Con la cabeza erguido, le cuida el sueño entre las velas encendidas.
Hay un automóvil entre las ruinas, y adentro hay una negra vestida de novia mirando una flor de trapo.
Hay barcos imposibles en medio del infinito desierto de arena.
Hay túnicas o banderas de arena batidas por el viento.
Hay cactus como espadas de la tierra, brazos armados de la tierra.
En las fábricas, hay tuberías que son intestinos o boas devoradoras.
Y sobre la tierra, desde la tierra, hay pies campesinos: pies hechos de tierra y tiempo.
7
Salgado fotografía personas. Los fotógrafos de paso fotografían fantasmas.
Convertida en objeto de consumo, la miseria da morboso placer y mucho dinero. En el mercado de la opulencia, la miseria es una mercancía que se cotiza bien.
Los fotógrafos de la sociedad de consumo se asoman pero no entran. En fugaces visitas a los escenarios de la desesperación o la violencia, bajan del avión o el helicóptero, oprimen el disparador, estalla el fogonazo del flash: ellos fusilan y huyen. Han mirado sin ver y sus imágenes no dicen nada. Ante esas fotos pusilánimes, sucias de horror o de sangre, los afortunados del mundo pueden derramar alguna lágrima de cocodrilo, alguna moneda, alguna palabra piadosa, sin que nada cambie de sitio en el orden de su universo. Contemplando a esos jodidos de piel oscura, olvidados por Dios y meados por los perros, cualquier don nadie se felicita íntimamente: la vida no me ha tratado tan mal, al fin y al cabo, si se compara. El Infierno sirve para confirmar las virtudes del Paraíso.
La caridad, vertical, humilla. La solidaridad, horizontal, ayuda. Salgado fotografía desde adentro, solidariamente. Para fotografiar el hambre en el desierto del Sahel, estuvo trabajando durante quince meses en el lugar. Para reunir un puñado de fotos sobre América Latina, viajó siete años.
Cuerpos de barro de los mineros de Sierra Pelada. Al norte del Brasil, medio millón de hombres buscan oro hundidos en el barro. Cargados de barro trepan la montaña, y a veces se resbalan y caen, y cada vida que cae no tiene más importancia que una piedrita que cae. Una multitud de mineros trepando. ¿Imágenes de la construcción de las pirámides, en la época de los faraones? ¿Un ejército de hormigas? ¿Hormigas, lagartos? Los mineros tienen piel de lagarto y ojos de lagarto. Los muertos de hambre, ¿habitan el zoológico del mundo?
La cámara de Salgado se acerca y revela la luz de la vida humana, con trágica intensidad o triste dulzura. Una mano se acerca, desde ninguna parte, y se ofrece, abierta, al minero que sube la cuesta aplastado por la carga. Esa mano se parece a la mano que toca al primer hombre, y tocándolo lo funda, en el célebre fresco de Miguel Ángel. El minero, que viaja a lo alto de la Sierra Pelada o el Gólgota, se apoya en una cruz y descansa.
Éste es un arte despojado. Un lenguaje desnudo dice a los desnudos de la tierra. Nada sobra en estas imágenes, milagrosamente a salvo de la retórica, la demagogia, la truculencia.
Salgado no hace concesiones, aunque le resultaría fácil y sería, sin duda, comercialmente rentable. La más honda tristeza del universo se expresa sin consuelos ni almíbares. En lengua portuguesa, salgado significa salado.
El pintoresquismo, que Salgado evita cuidadosamente, aliviaría la violencia de sus golpes y contribuiría a confirmar que el Tercer Mundo es, al fin y al cabo, «otro» mundo: un mundo peligroso, acechante, pero también simpático como un circo de animalitos raros.
La realidad habla un lenguaje de símbolos. Cada parte es una metáfora del todo. En las fotos de Salgado, los símbolos se manifiestan desde adentro hacia afuera. El artista no extrae los símbolos de su propia cabeza para obsequiárselos generosamente a la realidad y obligarla a usarlos. Hay un instante que la realidad elige para decirse con perfección: el ojo de la cámara de Salgado lo desnuda, lo arranca del tiempo y lo hace imagen, y la imagen se hace símbolo, símbolo de nuestro tiempo y de nuestro mundo. Estas caras que gritan sin abrir la boca ya no son «otras» caras. Ya no: han dejado de ser cómodamente raras y lejanas, inofensivas excusas para que la limosna alivie las malas conciencias. Todos somos esos seres muertos hace siglos o milenios que sin embargo están porfiadamente vivos: vivos desde su más profundo y doloroso resplandor, y no porque simulen estar vivos mientras posan para una foto.
Estas imágenes, que parecen arrancadas de las páginas del Antiguo Testamento, son, en realidad, retratos de la condición humana en el siglo veinte, símbolos de nuestro mundo único, que no es Primer Mundo, ni Tercer Mundo, ni Vigésimo Mundo. Desde su poderoso silencio, estas imágenes, estos retratos, cuestionan las hipócritas fronteras que ponen a salvo al orden burgués y custodian su derecho al poder y la herencia.
Ojos de un niño que ve a la muerte y no quiere mirarla y no puede soltarse. Ojos clavados en la muerte, atrapados por la muerte: la muerte que ha venido a llevarse a esos ojos y a ese niño. Crónica de un crimen.
12
Llevo cinco minutos ante la hoja en blanco, buscando palabras. En estos cinco minutos, el mundo ha gastado diez millones de dólares en armamentos y ciento sesenta niños han muerto por hambre o por enfermedad curable. O sea: en estos cinco minutos de mis dudas, el mundo ha gastado diez millones de dólares en armamentos para que ciento sesenta niños pudieran ser asesinados con total impunidad en la más guerra de las guerras, la más silenciosa, la no declarada, la que llaman paz.
Cuerpos de campos de concentración. Son los Auschwitz del hambre. ¿Un sistema de purificación de la especie humana? Contra las razas inferiores, que se reproducen como conejos, se usa el hambre en lugar de los hornos de gas. De paso, se regula la población. La bomba atómica inauguró, en Hiroshima y Nagasaki, la época de la paz del miedo. A falta de guerras mundiales, el hambre combate la explosión demográfica. Mientras tanto, nuevas bombas vigilan a los hambrientos. Cada persona puede morirse una vez sola, que se sepa, pero las bombas nucleares almacenadas permitirían matar a cada ser humano doce veces.
Este mundo enfermo de peste de muerte, que mata a los hambrientos en lugar de matar el hambre, produce alimentos que alcanzarían, y de sobra, para dar de comer a la humanidad entera. Pero unos mueren de hambre y otros de indigestión. Para garantizar la usurpación del pan, hay en el mundo veinticinco veces más soldados que médicos. Desde 1980, los países pobres han aumentado sus gastos militares y han reducido a la mitad sus gastos en salud pública.
Un economista africano, Davison Budhoo, renuncia al Fondo Monetario Internacional. En su carta de adiós al director, dice: «La sangre es demasiada, usted lo sabe. Corre como ríos. Me ha ensuciado completamente. A veces siento que no hay suficiente jabón en todo el mundo para lavarme las cosas que he hecho en su nombre».
13
Casas como vacíos pellejos de bestias muertas. Las cobijas son sudarios y los sudarios son cáscaras secas envolviendo frutos inútiles o seres raquíticos. Gente cargando fardos, fardos cargando gente. Cargadores que caminan a duras penas por las montañas, agobiados por leños grandes como sarcófagos, que llevan en las espaldas y forman parte de las espaldas. Pero ellos caminan sobre las nubes.
El Tercer Mundo, «el otro» mundo, sólo es digno de desprecio o lástima. Por razones de buen gusto, se lo menciona poco.
Si el SIDA no hubiera salido de África, la nueva peste hubiera pasado inadvertida. Poco hubiera importado que el SIDA hubiera matado a miles o millones de africanos. Eso no es noticia. En el llamado Tercer Mundo, morir de peste es «natural».
Si Salman Rushdie se hubiera quedado en la India, y si hubiera escrito sus novelas en lengua hindi, tamul o bengalí, su condena a muerte no hubiera llamado la atención de nadie. En los países latinoamericanos, pongamos por caso, varios escritores han sido condenados a muerte, y han sido ejecutados, por las dictaduras militares recientes. Los países europeos retiraron sus embajadores de Irán, para expresar su indignación y protesta por la condena de Rushdie; pero cuando esos escritores latinoamericanos fueron condenados y ejecutados, los países europeos no retiraron sus embajadores. Y no los retiraron, porque sus embajadores estaban ocupados vendiendo armas a los asesinos. En el llamado Tercer Mundo, morir de bala es «natural». Desde el punto de vista de los grandes medios de comunicación que incomunican a la humanidad, el Tercer Mundo está habitado por gente de tercera clase, que sólo se distingue de los animales porque camina sobre piernas. Sus problemas pertenecen a la naturaleza, no a la historia: el hambre, la peste, la violencia, integran el orden natural de las cosas.
Un Vía Crucis de estatuas de piedra. Un Vía Crucis de gente de carne y hueso. Este niño escuálido, que vaga por las colinas del desierto, ¿tiene la dulzura de Jesús? ¿La dolida belleza de Jesús? ¿O es Jesús, caminando hacia el lugar donde nació?
16
El hambre miente: simula ser misterio indescifrable o venganza de los dioses. El hambre está enmascarada, la realidad está enmascarada.
Antes de descubrir que era fotógrafo, Salgado fue economista. Como economista llegó al Sahel. Allí intentó, por primera vez, usar el ojo de la cámara para atravesar las pieles que la realidad usa para ocultarse.
La ciencia de la economía ya le había enseñado mucho en materia de máscaras. En economía, lo que parece nunca es. La buena suerte de los números tiene poco o nada que ver con la dicha de la gente. Supongamos que existe un país de dos habitantes. El Ingreso per Cápita de ese país, supongamos, es de 4.000 dólares. Ese país no estaría, a primera vista, nada mal. Pero resulta que en realidad uno de los dos habitantes recibe 8.000 dólares y el otro, nada. Y ese otro bien podría preguntar a los entendidos en las ocultas ciencias de la Economía: «¿Dónde puedo cobrar mi Ingreso per Cápita? ¿En qué caja lo pagan?»
Salgado es brasileño. ¿A cuántos desarrolla el desarrollo del Brasil? Las estadísticas han registrado espectaculares índices de crecimiento económico, en estas últimas tres décadas, y sobre todo en los largos años de la dictadura militar. Pero en 1960, uno de cada tres brasileños estaba desnutrido. Ahora, están desnutridos dos brasileños de cada tres. Hay diecisiete millones de niños abandonados. De cada diez niños que mueren, a siete los mata el hambre. El Brasil es el cuarto exportador mundial de alimentos, el quinto país del mundo en superficie y el sexto en hambre.
Caravanas de peregrinos deambulan por el desierto africano, moribundos, buscando en vano alguna hierba o bicho que se pueda comer. ¿Hombres o momias que se mueven? ¿Andantes estatuas de piedra, mutiladas por el viento, en agonía o sueño, quizá vivas, quizá muertas, quizá muertas y vivas a la vez?
Un hombre carga en brazos a su hijo, o los huesos que fueron su hijo, y ese hombre es un árbol tieso y alto, clavado en la soledad. Clavado en la soledad, un árbol asombroso acaricia el aire moviendo sus largas ramas, y el ramaje es una cabeza que se inclina sobre un hombro o sobre un pecho. Un niño moribundo consigue mover la mano en un último gesto, gesto de caricia, y acariciando muere. Esa mujer que camina o se arrastra contra el viento, ¿es un pájaro de alas rotas? Ese espantapájaros de brazos abiertos en la soledad, ¿es una mujer?
(1989)
(Este texto está dedicado a Helena Villagra, que vio conmigo)
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